EL ÚLTIMO GRAN MAESTRO.
Eduardo Cadaval
El 5 de diciembre de 2012, a tan sólo 10 días de cumplir los 105 años, murió el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer en su natal Río de Janeiro. Niemeyer fue un hombre universal: el último gran maestro de la arquitectura moderna. Su nombre y su obra están inscritos junto al de un puñado de los más grandes arquitectos y creadores del siglo XX.
Para entender la envergadura de su figura basta ver la enorme reacción que su muerte generó en el mundo entero, y en particular en Brasil. No fueron sólo las altas esferas las que lamentaron su muerte sino que gente de todos los espectros sociales se sumó al duelo y a los homenajes organizados para despedirlo y enaltecer su figura. ¿Qué arquitecto de la actualidad generaría semejante reacción o sería merecedor de 7 días de luto nacional para honrar su muerte? La respuesta es muy sencilla: ninguno. El luto nacional es algo reservado para los grandes hombres de estado o para artistas enormes que han sido capaces de llegarnos a lo más intimo. Niemeyer fue algo de ambos, un arquitecto que con sentido de estado ayudó a construir un país pero que también lo llenó de obras de arte capaces de emocionar a cualquiera.
Perteneciente a una acomodada familia carioca, Niemeyer pasó parte su infancia dibujando trazos en el papel o en el aire, afición que terminaría por llevarlo de forma natural a la arquitectura y que no sólo continuaría durante el resto de su vida sino que marcaría fuertemente su obra. Sus edificios son sutiles pinceladas en el paisaje o en la ciudad, y sus dibujos son tan sintéticos y elegantes como el resto de su obra arquitectónica. Así, recién casado decidió comenzar la carrera de forma tardía. Siendo estudiante conoció a Lucio Costa con quien después trabajaría de forma gratuita con tal de ser su aprendiz. Discípulo inicial de los grandes maestros de la arquitectura moderna como Le Corbusier o Mies Van der Rohe, muy pronto se convirtió en uno más de ellos, e incluso pudo llevar a cabo algunos de los proyectos con los que sus maestros sólo soñaron. Perteneció a la llamada segunda generación de arquitectos modernos; herederos del rigor y la visión del movimiento moderno, arquitectos como Alvar Aalto, Louis Kahn o él mismo cuestionaron diversos aspectos del canon recién establecido y al mismo tiempo supieron enriquecer su lenguaje. Niemeyer se distanciaba: «Nosotros somos libres para construir hoy el pasado del mañana».
Conocido como el poeta del concreto y estereotipado como el enemigo de lo recto, muchos de sus edificios demuestran que en realidad recurría a la ortogonalidad para con una gran maestría contrastar o contener su lenguaje ondulante, y así enriquecerlo. Cuestionó el precepto moderno que dictaba que «la forma seguía a la función»; defendía que la Belleza -esa palabra tan denostada por su coetáneos – era importante porque hacía olvidar la razón, que los edificios tenían que crear sorpresas, fantasias, soluciones diferentes.
El sistema de trabajo de Oscar Niemeyer era también particular. Como muchos arquitectos empezaba un proyecto estudiando el sitio y sus condiciones sociales y económicas. Después comenzaba a dibujar libremente hasta que sentía que tenía algo sólido entre las manos; entonces, en un gesto inusual, dejaba la mesa de dibujo para realizar un texto crítico del proyecto. Si en este texto no encontraba razones suficientes para justificar sus ideas volvía entonces a la mesa de trabajo y comenzaba a dibujar desde cero. Niemeyer nos enseñó la importancia de la arquitectura cuando está bien hecha: sus edificios se ven tan bien hoy como el día en que los construyeron; creaciones de la envergadura de los edificios de Brasilia o la sede de las Naciones Unidas en Nueva York de la que fue coautor hasta pequeñas obras maestras como la Casa de las Canoas de su propiedad.
Al tener una producción tan amplia (alrededor de 600 proyectos), el conjunto de su obra tiene algunas desigualdades. Desde momentos de una intensidad sublime hasta otros episodios menos intensos y algunos hasta monótonos y repetitivos. Pero como bien apunta el crítico e historiador William Curtís, lo importante de su legado no es una colección de edificios sino un universo creativo. La obra de Niemeyer demostró el verdadero potencial de la arquitectura, el de mejorar el mundo y cambiar la vida de la gente. Su arquitectura era elegante y dinámica, con sutileza supo trabajar a todas las escalas y sus edificios respondían al individuo y la cercanía tan bien como lo hacían con la ciudad o el paisaje. Su obra no es samba sino más bien un suave jazz brasileño.
Tras haber construido Brasilia en prácticamente una legislatura de 4 años, y tener obra en todo el país, el golpe militar lo desterró de Brasil pero al mismo tiempo permitió al mundo disfrutar de su obra. Se refugió en Paris donde pudo construir la Sede del Partido Comunista , gracias a un decreto del presidente De Gaulle que lo autorizaba para trabajar en Francia. También en este período construyó el impecable edificio de la prestigiosa editorial Mondadori en Italia y el campus de la universidad Constantina en Argelia.
Niemeyer era un idealista y un bohemio; Eduardo Galeano decía que él odiaba tanto el capitalismo como al ángulo recto. Trabajó siempre en favor de los menos privilegiados; «al pobre nunca le llega su turno», decía. Fue un luchador de diversas causas sociales y miembro activo del partido socialista de Brasil. Esto le ocasionó que en varias ocasiones se le denegara la visa de Estados Unidos, pese a que el Alcalde La Guardia lo había declarado Ciudadano distinguido de Nueva York o que la Universidad de Harvard lo había invitado a dirigir su escuela de arquitectura y urbanismo. Odiaba las fiestas de la alta sociedad pero al mismo tiempo son famosas las sesiones de música, conversación y risas en su estudio de Copacabana. Por allí se paseaban desde Fidel Castro hasta la práctica totalidad de los personajes más trascendentales de la cultura y la política latinoamericana y mundial. En este mismo estudio, en tiempos recientes, su mujer Vera Lucia tocaba el piano todas las tardes para romper la monotonía de la sesiones de trabajo.
Cuando Niemeyer hablaba, hablaba poco de arquitectura, le interesaban más otros aspectos de la vida, como son las luchas sociales, la política o los más desfavorecidos. Cuando finalmente hablaba de arquitectura usaba términos como belleza y poesía, palabras que en el fondo todo el mundo comprende y que los arquitectos no sabemos utilizar o que echamos a perder usándolas de forma frívola. Él era simplemente un personaje excepcional. Se casó en segundas nupcias a los 98 años, y a los 103 parecía ser el único arquitecto con credibilidad para hablar sobre la sensualidad en la arquitectura. Hacia el final de su vida repetía continuamente que lo que le interesaba eran las cosas sencillas, que la vida era un soplo, y que lo único verdaderamente importante de este mundo era la mujer. Obtuvo los más altos reconocimientos que un arquitecto puede recibir, entre ellos el Premio Pritzker (el nobel de la arquitectura), y el Príncipe de Asturias pero ninguno de los dos los fue a recoger. Quería ser recordado como «un ser humano que pasó por la tierra como los demás» y hablaba constantemente de «la grandeza del universo y de lo pequeños que somos». Recordaba con orgullo que su abuelo «había sido un hombre útil y que había muerto pobre». Se despidió del mundo desde la cama de un hospital donde días antes aún daba instrucciones sobré algunos proyectos en curso.
La reacción que su muerte generó en Brasil parece evidenciar también que Niemeyer perteneció a un tiempo que ya no existe; un tiempo en donde lo público se privilegiaba sobre lo privado y en donde la modernidad de un país en construcción se evidenciaba en parte a través de los edificios que salían de sus manos. Los homenajes tras su muerte dan la sensación de ser en parte también la celebración a un tiempo a través de su figura, un tiempo en el que todo parecía posible y en el que un país construía su propio futuro. No importa la avanzada edad con la que falleció o la plenitud con que vivió su vida, los arquitectos siempre lo vamos a extrañar, a muchos su muerte nos deja huérfanos de la figura del arquitecto que queremos llegar a ser. Buen viaje, maestro.