LAS CALLES NO TIENEN SENTIDO.

 Eduardo Cadaval

¿De quién es la calle? ¿Quién hace la calle, quién la usa, para qué sirve?, se pregunta Jordi Borja para responder: «La calle sólo realiza su “ser calle” en la medida en que es usada por la gente. La calle es, a la vez, una realidad concreta y una metáfora de la ciudad; la ciudad concebida como espacio público, ámbito de la ciudadanía, donde ésta se expresa como colectividad humana. La ciudad es “la gente en la calle”«.

Las calles son la estructura de la ciudad, su configuración ósea, lo que las teje y organiza pero a la vez, su espacio público por excelencia. Más que una plaza o un parque, la calle es el espacio que acompaña la cotidianidad de la vida urbana. Su condición utilitaria a veces nos hace olvidar la importancia de su papel dentro del abanico de los espacios de convivencia de la ciudad. Pero así como la plaza es un destino o una pausa en el camino, un punto o una coma del texto urbano, la calle es la concatenación de palabras que le da sentido a las frases.

Es en el Cardus y el decumanus donde se origina la ciudad romana. Una esquina, la intersección de dos ejes. Es el origen de la ciudad tal y como la conocemos hoy en día: una acumulación de calles que al organizarse de una u otra forma generan las tramas que definen la identidad de barrios y sectores enteros, y por lo tanto, el tipo de vida y las actividades que se pueden realizar en ellos.

Lo que es realmente incomprensible es cómo hemos llegado a la situación actual. La calle, y por ende la ciudad, ha sido secuestrada por el automóvil. Las generaciones que hemos crecido con la constante presencia del coche tendemos a pensar que este simplemente forma parte indispensable del panorama urbano y nos cuesta trabajo siquiera imaginar un escenario distinto. Lo cierto es que la desastrosa historia de la masificación del uso del automóvil en la ciudad es brutalmente reciente y representa una mínima parte de la milenaria historia urbana.

Lo que no parece sostenible bajo ningún punto de vista -social, económico, ecológico o de calidad de vida- es pensar que el uso masivo del automóvil pueda ser una solución para los desplazamientos interurbanos a mediano o largo plazo. Y por lo tanto, deberíamos comenzar a asimilar que tendremos que replantear cómo queremos usar nuestras calles y qué peso queremos que el coche tenga en ellas.

Hamburgo, la segunda ciudad más grande de Alemania -uno de los grandes productores de coches, por cierto- ha anunciado su intención de prohibir el uso del automóvil en 20 años. Londres lleva tiempo cobrando una tasa especial cada vez que un vehículo accede a la parte central de la ciudad y en Barcelona, como en muchas otras ciudades, se han aprobado diversas estrategias para que el uso del automóvil privado sea cada vez más restringido.

Pensar las calles simplemente bajo la óptica de la movilidad no sólo es reduccionista sino equivocado. Es no entender el papel estructurador que juegan las vías en la ciudad y menospreciar la oportunidad de trabajar con ellas bajo un lente más integral que asimile que las calles son infraestructura y espacio público al mismo tiempo: sistemas codependientes obligados a entenderse e ir de la mano porque uno y otro se necesitan. Sin movilidad no hay vida y sin vida no hay movilidad.

Pese a lo que la inercia de la costumbre nos hace pensar, las calles no tienen sentido de circulación, son los coches los que la tienen. Es tal el impacto de la presencia del automóvil en la ciudad que estamos acostumbrados a pensar que las calles van en una o en otra dirección pero las calles son en realidad espacios neutrales donde nosotros decidimos lo que pasa. Son escenarios para la vida urbana esperando ser ocupados por los distintos actores de cada época.

¿Cómo conseguir unas calles más habitables? La solución a mediano plazo no está en eliminar del todo el automóvil pero tampoco en dejarlo que campe a sus anchas. Es un problema de balance, de ecualización, y no de hacer borrón y cuenta nueva, ni en un sentido ni en otro. Durante los últimos 60 años la ciudades del mundo se adecuaron para servir al automóvil, ahora que eso se ha comprobado equivocado toca hacer los ajustes para enfrentar otras formas de vida en lo que se llama la era post-automóvil. La nuestra.

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Texto en Portavoz.